El primer vínculo que se crea entre la comida y las emociones se produce en el momento de nacer: la leche materna te hace sentir reconfortada. De niña, te castigan y te premian con la comida: si te acabas las espinacas, te compran caramelos.
Cuando te haces adulta, sigues el mismo patrón que te enseñaron tus padres: cuando te encuentras aburrida o nerviosa, tienes falta de autoestima o no puedes hacer lo que deseas, recorres a la comida para encontrar el consuelo que necesitas.
Cuando comes por hambre emocional te dejas llevar por impulsos irracionales, activas el piloto automático y pierdes la conciencia de lo que estás haciendo en ese momento.
Intentas creer que comiendo se acabarán tus problemas, cuando en el fondo sabes que no va a ser así. ¿Puede ser que tu ritmo de vida actual no te permita conocer el origen de tus sentimientos? ¿O acaso si lo sabes, pero te da miedo afrontarlo?
Cuando inicias un proceso de crecimiento personal, aprendes a gestionar bien las situaciones que te brinda el día a día, sean positivas o negativas, y a reconocer su valor. Todo esto te aporta experiencia y autoconocimiento para apartar de tu vida aquellas que ya no necesitas.
Para alimentarte cada día de emociones positivas que te ayuden a conectar con tu yo interior, tienes que expresar tus sentimientos de manera asertiva y tomar las decisiones con intuición. Cuando logras el equilibrio físico, mental, emocional y espiritual, llegas a aceptarte y amarte a ti misma tal y como eres.
¿Cuál es tu experiencia con la alimentación emocional? ¿Te consideras una “comedora emocional”?
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