Después de algunos años recorriendo salones de belleza, cabinas de balneario, y espacios de bienestar, un día le pregunte a mi hermana, mi esteticista de referencia, probablemente la que me inculcó el amor a la belleza, por qué no ponía música en sus tratamientos. La respuesta fue sencilla, “no me gusta”.
A mi sí. Y los buenos aromas. Ambas cosas creo que todos lo sabéis de sobra. Pero es cierto que no tiene por qué gustar a todo el mundo, sobre todo cuando no son todo lo buenos que debieran, sobre todo para un momento tan íntimo como un masaje o cualquier otro ritual de belleza en el que invertimos no solo dinero, que también, sino tiempo, el tesoro mas preciado. A veces el silencio, es la máxima aspiración.
Y digo todo esto porque, como supongo ya habréis imaginado los que me conoceis y leéis con frecuencia, hace algún tiempo (aunque hasta hoy no me he atrevido a traerlo a estas páginas, para que nadie sepa de quién hablo) estuve en un instituto de belleza haciéndome una higiene facial, maravillosa por cierto, pero cuya experiencia me resultó diferente a lo que espero cuando voy a hacerme una tratamiento de este tipo.
Y no fueron las manos ni la aparatología, ambas excelentes, cúmulo de sensaciones que yo anhelo sentir cuando acudo a un lugar así, cúmulo de sensaciones que se reducen a una, un momento de relax, íntimo y personal que me transportan a mí, me, conmigo. No fueron, digo, esos placeres los que se quedaron más grabados en mi piel. Algo que parece tan fácil de conseguir cuando te miman, como es un buen momento, a veces se convierte en un momento sin mas. Una pena.
Al entrar, lo primero que noté fue un fuerte olor a lilas. ¿Agradable? Si, por supuesto pero ¿es eso lo que quiero sentir cuando entro en un lugar así? Personalmente me distrae, no es un seductor aroma que me invite al intimísimo, a la ensoñacion, al placer de abandonarte en manos expertas y sumergirte en un mundo de sensaciones. Es un fuerte olor a lilas, no un suave aroma natural, sino un ambientador con olor a lilas.
Es cierto que yo odio el olor a ambientadores comerciales, especialmente en espacios pequeños, como los coches por ejemplo, o una reducida cabina, entonces a lo mejor era solo una apreciación mía. Y eso que el aroma a lilas es uno de mis preferidos, junto con el jazmín y la gardenia, pero al natural, o muy bien recreado; no se, simplemente me gustan los olores que se incorporen al cerebro sin que yo me entere, que se cuelen en mis entrañas como parte de un todo, de un espacio, de un tratamiento, de un momento pleno. Pero solo era capaz de pensar en ese intenso olor a lilas… Cuando me enseñaban el centro, mientras me contaban qué me iba a hacer, en el momento en que hablamos de precios… mi mente sólo percibía un fuerte olor a lilas.
Hasta que me tumbé en la camilla y no pude resistirme a preguntar: ¿Huele mucho a lilas, no? “Hm…sí, es a lilas, yo es que ya no lo noto”. Atención, que eso nos pasa a todos, nuestra pituitaria se acostumbra a un olor y ya no lo aprecia, y corremos el riesgo de incrementar la cantidad de perfume, por ejemplo cuando lo hacemos sobre nosotros mismos, y vamos dejando un reguero que, por bueno que sea, si es excesivo provoca rechazo. Por eso, para mi gusto, es bueno cambiar de fragancia o seguir siempre el mismo ritual de aplicación.
En fin, que estando en la camilla ya me iba yo acostumbrando al olor cuando una música, inusualmente alta, empezó a ocupar protagonismo. No recuerdo qué sonaba, solo que de nuevo algo externo se había vuelto a apoderar de mí, no como parte de mi ser si no de todo mi cuerpo y espíritu que ya no era capaz de disfrutar pensando con ímpetu en por qué no dejaba de sonar, como ese antiguo compañero de viaje con el transistor a todo trapo que te impide leer tu novela, escuchar tu música o, simplemente ‘conversar con tu alma’. No voy a repetir lo que ya he dicho en cuanto al sentido del olfato porque lo mismo me sirve para la parte auditiva, solo que me hubiera gustado más disfrutar de mi momento de bienestar sin tantas sensaciones externas de alto voltaje.