Casi un mes desaparecida por aquí.
Las Navidades y todos sus síntomas me han dejado una fuerte jaqueca.
La adoro (a la Navidad, no a la otra), pero en ocasiones también puede ser un tanto dura. Un vendaval que arrasa con lo que haya. Un brutal choque que me ha cogido desprevenida.
Volver a la casa en la que te has criado, las quedadas multitudinarias con amigos y las comidas-cenas-meriendas por motivos de las fiestas me han afectado más de lo imaginado.
Demasiado roscón, demasiados regalos, demasiados reencuentros para mi ya sencilla manera de vivir.
Todo se sucede más deprisa. Los coches vuelan, la gente corre, el tiempo apremia. Las horas y los días pasan fugaces ante nuestros ojos y como no andes espabilado los minutos no cunden para aquello que has planeado.
Yo, ingenua, adaptada a mi vida lenta, casi lo había olvidado y me he mareado.
Después de Reyes entré en casa tambaleándome, atontada y anhelando la rutina de provincia que me da tanta paz.
Volver a ver este mar tranquilo y azul reconforta a cualquiera.
Santiago de la Ribera está a sólo 30 minutos de Cartagena y prometo que puede ser un plan perfecto para un sábado de enero.
Para nosotros lo fue.
Había visto una foto de este muelle tan bonito en el perfil de una amiga cartagenera, que sabe de este y de otros muchos rincones bonitos de la zona, y me guardé la posibilidad de ir hasta allí en la recámara.
Una playa pequeña bañada por una apacible Mar Menor, un paseo marítimo agradable, la tranquilidad de un destino de veraneo en invierno. Volvimos nuevos.
Por el camino tuve tiempo de enamorarme perdidamente de este caserón antiguo que pedía a gritos "Cómprame y refórmame, por favor". Ojalá pudiera, pequeño.