A menudo recuerdo aquel anuncio que trataba de incentivar el turismo rural a golpe de "déjate adoptar por un pueblo".
Para mi era extraordinario el que alguien me hubiera leído el pensamiento y plasmara tan claramente lo entrañable de las visitas al pueblo de mi padre, no tan a menudo como me hubiera gustado, pero bueno.
Todo esto viene a que el pasado finde mi familia volvió a visitarnos, justo a tiempo para disfrutar de una ciudad que acababa de estrenar la Navidad.
Paseamos debajo de los adornos luminosos de toda la vida y por el puerto. Escuchamos el "yo me remendaba y yo me remendé" a todo volumen al pasar y visitamos el Belén de la Plaza San Francisco con la ilusión con la que lo hacía en la infancia. Y al ver el guiñol con montones los niños sentados a los pies, mi hermano y yo corrimos cual moscas atraídas por la miel para unirnos al festival de bromas del titiritero.
Creo que fue en el momento en el que estaban recogiendo sus cosas y me despedía, cuando mi padre me confesó que le había gustado especialmente revivir las fiestas en un lugar más pequeño porque le parecía que tenían una magia especial, distinta a como lo vivimos en las ciudades más grandes (un pensamiento muy a lo vida lenta {ct}, vamos).
Inmediatamente recordé la emoción que sentí una mañana de la semana anterior cuando, mientras desayunaba, me percaté de que acaban de colgar una gran bola iluminada justo frente a mi ventana. Sólo eran las 8 y el sol ya había salido, pero se ve que estaban probando las luces.
Me acordé de la gracia que me hace el espumillón multicolor adornando escaparates de todo tipo. No hay distinción en lo que respecta al negocio. Tiendas de cocinas, farmacias o confiterías. Todos y todos lo tienen.
Seguro que al volver caminando de noche, después de la cena de navidad de compañeros de curso el próximo viernes, podré admirarlos más tranquilamente. Aquí no necesito un taxi para volver a casa en "la noche oficial con más trabajo del año", según me dijo que era un taxista después de luchar dos horas por dar con uno, precisamente ese día. Puedo volver andando.
También me vino a la mente el post de Pepa dedicado a los mercadillos navideños de Berlín y el espíritu navideño que se respiraba en ellos. Le comenté que aquí todo era más sencillo pero que pasear por el centro tenía mucho encanto.
Todo esto me flasheó mientras seguía escuchándole. Ahí de pie, muy quieta.
Y de repente sentí que el corazón se me reblandecía. Mórbido hasta volverse pastoso.
La herencia genética a veces consiste en un tono de piel, el tamaño de la nariz o la forma del dedo pequeño del pie. Otras en cambio consisten en las sensaciones y pensamientos idénticos que se pueden generar en dos personas, en espacio de tiempo distinto, al mirar el mismo paisaje, oler el mismo aroma o al vivir la misma experiencia.
Vamos, que en ese instante me enternecí porque me sentí más hija de mi padre que nunca. Más fanática de la Navidad que de ninguna otra época.