Sentencia

Osvaldo mira a ambos lados de la oscura calle solitaria con premura, impaciente pero precavido. Apresura el manojo de llaves en sus dedos para dar de una vez por todas con la correcta, abrir por fin la reja que lo separa del infierno de concreto y resguardarse en su cárcel, su hogar.

Finalmente, la cerradura cede y siente el alivio de quien está a salvo por un día más. Cuando se dispone a girar el pomo de la puerta para entrar, su humanidad se paraliza con el frío del hierro punzante que siente detrás de su cabeza.

Su mente se borra, queda en blanco. El tiempo se detiene y el universo se reduce al palpitar de su corazón a punto de estallar por el gélido cañón. Sus pupilas secas e inmóviles por instinto responden al pestañear de sus párpados, accionando su cerebro y trayéndole de vuelta al presente.

Tras sus esfuerzos, Osvaldo logra de manera heroica que sus cuerdas vocales emitan palabras con un sonido gutural, que salen a tropezones de entre sus labios.

-Sólo tengo lo del pasaje -dijo-. Para la camionetica nada más.

El terror que dominaba su cuerpo le hizo desconocer su propia voz.

El cañón hincaba con más fuerza en su cabeza, como queriendo enterrarse en ella. Podía escuchar la respiración agitada, producto de la adrenalina y la piedra corriendo por las venas de quien le apuntaba.

– ¡Dame el teléfono!

A lo que Osvaldo respondió temiendo que, en lugar de ser su salvación fuese su sentencia de muerte.

-No tengo-dijo-. Me lo robaron el mes pasado.

Al terminar la frase, el cerebro de Osvaldo reacciona sobre estimulado por la tensión, deseando una segunda intervención del agresor para desvelar la duda que lo invadió de repente.

– ¡Dame el maldito teléfono o si no te moriste aquí mismo guevón!

¡Si! Era él. Reconoció la voz de quien lo embestía. Esa voz ronca y áspera quebrada por el miedo, era la misma que le daba los buenos días todas las mañanas en los pasillos del liceo.

– ¿Junior, eres tú?

Se escapó de la boca de Osvaldo, quien antes de terminar de pronunciar la última palabra ya se había arrepentido.

La respiración del imberbe delincuente se aceleró mucho más. Se podía oír como las aletas nasales del muchacho se abrían y cerraban con violencia, su garganta agolpaba más saliva de la que podía tragar, dejando escapar un sollozo cuando intentaba controlarse sin éxito. Vencido y descubierto revienta en frustración.

– ¡Maldita sea profe!

Osvaldo sintiendo por un segundo que puede controlar la situación, le dice con voz nerviosa:

-Tranquilo hijo, agarra los reales y no ha pasado nada. Están en mi bolsillo.

El debutante perpetrador no deja de agitarse, la presión del momento amontona la sangre en sus sienes, los sollozos de ofuscamiento por no saber qué hacer lo controlan. No estaba preparado para nada fuera del plan.

En el arrebato de los nervios decide no irse sin nada y empuja con brusquedad su mano izquierda en los bolsillos del profesor Osvaldo, logrando atrapar unos pocos billetes mientras otros tantos caen al piso.

-La cagué mi profe… la cagué…

El silencio inunda la calle oscura y solitaria. Osvaldo siente como su cabeza vuelve a su juicio y su alma regresa a su cuerpo al sentir el nervioso cañón retroceder. Continúa inmóvil hasta asegurarse que todo ha terminado. Baja los brazos en un gesto de derrota, pero él se siente ganador. Cierra sus ojos y vuelve a abrirlos aliviado de haber puesto a salvo su vida. Coloca otra vez su mano sobre el pomo de la puerta para huir del infierno, cuando el primerizo delincuente lo sentencia:

-Perdón mi profe, pero los muertos son los únicos que no hablan.

Tres disparos rompieron el silencio. El cuerpo de Osvaldo caía desplomado en la acera, mientras que el criminal huía despavorido de su acto de iniciación en donde todo había salido mal.

El hampa cobró una nueva víctima y el infierno de concreto ganó un demonio más.

Continuará…

Fuente: este post proviene de El Blog de Mayita, donde puedes consultar el contenido original.
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