Desde el antiguo Egipto, cuando las realizaban artesanalmente con cabello natural, pasando principalmente por actores, sacerdotes, personal de la realeza, incluso por las Geishas en Japón. Desde el Siglo I en Grecia o Roma, más tarde, la Iglesia luchó por eliminar su uso porque decía que tenían relación con la fiesta, pero no remitieron hasta la caída del Imperio Romano.
A partir del Siglo XVI se volvieron a poner de moda principalmente para disimular problemas de calvicie y para prevenir la tiña, los piojos y otras enfermedades frecuentes en aquellos tiempos.
Su mayor importancia llegó en los siglos XVII y XVIII no solo por la estética que querían los Reyes. La sífilis común en aquella época provocaba problemas de calvicie en algunas zonas, con las pelucas, se ocultaba ese problema, más tarde, terminaron por raparse la cabeza y cubrirla, por supuesto, con pelucas.
En aquellas personas, cuando tenían cabellos espesos o largos, era muy difícil deshacerse de los piojos, por lo que usaban pelucas que permitían en casos extremos, hervirse para lograr matar a los piojos.
Las usaban tanto hombres como mujeres, éstas últimas, no solo por estética, sino también porque eran más fácil y cómodas de arreglar y peinar que sus propios cabellos. Las lavaban, las peinaban y por la noche al acostarse se las quitaban dejándolas bien reservadas, así, a la mañana siguiente, estaban listas para volver a usarlas y el peinado les duraba varios días.
Para darles ese color blanco característico, se empolvaban de manera profesional (cosa que era muy incómoda porque con sus grandes tamaños y para no manchar mucho, tenían que ir con la cabeza agachada en los carruajes), hasta que en la época georgiana en Inglaterra, el ministro comenzó a cobrar un impuesto para quien quisiera llevar una peluca empolvada, así que la gente lo hacía en su casa con cal o con harina.
De ahí, las pelucas han pasado por muchas modas, tipos y usos, hasta llegar a nuestros días.
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