De mudarse a medias, el juego de la oca y un plan


No odio las despedidas y tampoco me importa ponerme más triste a costa de ellas.
De hecho, más bien reconozco que me recreo un poco en ellas cuando se da la ocasión. Una "oportunidad" para sentir más intensamente, un pico anímico que indica que algo se modifica en nuestras rutinas. Nos saca del insimismamiento por un momento para ofrecernos en bandeja la posibilidad de cerrar ciclo como es debido, con todos sus pasos y etapas.
Un "hola, qué tal", un "vamos a ver de qué va esto". Un "uy, parece que lo voy pillando, esto va fluyendo", para llegar al "esto me mola y esto no me mola". Alcanzar el "reconozco que a veces me canso un poco y me gustaría dar un paso más" para si hay suerte terminar en "ha llegado el momento. Qué vértigo, qué emoción, ¡saltemos!".
Y mientras lo haces y te tiras decididamente sobre esta nueva etapa que llega, te llegan a la mente todos esos momentos bonitos y feos que han dejado el paso de dos años en tí. Imágenes, sensaciones, olores, descubrimientos.
Esta vez mi salto está siendo más largo que nunca. Que cogí impulso hace ya casi tres semanas. Alcé los pies del suelo y parece que sigo en el aire esperando a tocar suelo firme desde entonces. Por eso estoy mareada. El kaos vuelve, y quizás tenga que emplearme de nuevo en las rutinas que me salvan la vida.
Llevo yéndome de Cartagena para mudarme a Madrid desde casi comienzos del mes pasado.


Y aunque supongo que aquí todo tiene su explicación, a las 7 de la mañana de un domingo entre año nuevo y Reyes, mi yo más interno no logra comprender dónde está y qué está pasando realmente.
Mi esperanza es llegar a una especie de tregua conmigo misma en lo que dura la redacción de estas líneas. Ponerme al día mientras comparto por aquí que la vida lenta continuará por la capital, que vuelvo a mi ciudad.
Pero resulta que entre Navidades, un millar de cajas sin abrir en nuestro piso nuevo de Madrid, familia, amigos a los que desearía ver para desahogarme pero con los que nunca quedo, regalos que hay que comprar, cenas y que el coche se nos ha quedado colgado, la página no pasa.
Me siento como cuando caes en la casilla de la cárcel del juego de la oca. Los turnos pasan sin que yo pueda tirar el dado y mover...

Aunque reconozco que no estoy del todo desesperada.
Tengo un plan para afrontar todo esto. Si estos dos años me han enseñado algo es a aprender a disfrutar de cosas no planeadas mientras esperas que tus objetivos se conviertan en realidad. Disfrutar del camino hacia lo que se supone que quieres y ansías puede convertirse en la mayor oportunidad de todas. Y que tropezar con esas experiencias, sitios y personas se convierta en lo mejor que te ha pasado nunca.
De momento me he tropezado y alimentado con un conciertazo en el Auditorio Nacional que me puso los pelillos de punta, explorando recogidos un tanto chungos, despidiéndome de puertas y ventanas de mi piso vacío, un último retrato familiar y con los Requisitos para ser una persona normal gracias a una buena recomendación.
Feliz 2016.

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